Foto: E.Z.
//Por Annakarin Thorburn
Cuando llego a la milésima clase de baile, mi profesor apaga la música. Se queda frente a mí, los ojos cerca, serios, y me dice: Lo que te falta ahora, es algo fuera del cuerpo. Ahora tenés que trabajar tu miedo. Me quedo fría y con ganas de revancha a la vez. Es miedo, lo que provoca esa dureza en los brazos, ese vacío en la cabeza, en momentos del baile, en charlas, encuentros, en mundos desconocidos. Todo lo que sé y conozco, la capacidad que tengo, uiii allá se fue volando como un globo amarillo con el viento. Y allí te quedás, sola, sin equipo, desnuda, sin nada.
Para mí no sirve ninguna estrategia –aceptar el miedo y hacerse amigo de él, o tratar de ignorarlo– porque sin globo ya es tarde. Es una lluvia fría que se te cae encima, y cuando estás mojada, estás.
Un par de años atrás, un concierto de percusión en Suecia con unos chicos brasileños de la favela. Subieron al escenario, tendrían entre once y catorce años, y entraron con un aplomo impresionante. Nunca había visto una persona moverse con tanta seguridad y naturalidad como una de las chicas, el pecho bien para afuera y la mirada despreocupada ante el público. Así fue: ella era el sujeto, la mirada. Nosotros, el público, éramos el objeto, y nos miraba: a ver qué tal esta gente. Yo no entendía, y la admiraba y envidiaba. ¿Puede ser por la conciencia de que hay cosas mucho más peligrosas? Que en la vida, en solo un segundo todo puede cambiar, y si no puedes controlar nada, entonces, ¿qué importa que no se pueda parar por un obstáculo tan chico como el miedo?
Dejarse llevar por el miedo es hacerse objeto. En la pista de baile, me detengo por la mirada del otro. ¿Quién es ese puro otro? ¿Y quién soy yo? Acaso, ¿no soy el ojo más grande, ya que sólo veo a los demás? Y sobre todo: Qué importa. Si el mundo no se va a acabar en ese momento.
Globito, volemos juntos, bailemos. Y yo soy tú, tú y tú.
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