El sábado 17 de noviembre se presentó Bailando con los osos (17grises), el primer libro de cuentos de Fernando Krapp (que, quizás no lo sepan, pero supo ser -hace un tiempo ya- publicado en Lamujerdemivida como ganador de nuestro concurso permanente de inéditos «El elegido» y nos pone orgullosos). La presentación fue en Espacio Arquitecturas Imaginarias, junto a una muestra de pinturas de José Saccone, y estuvieron Jorge Consiglio, Juan Bautista Duizeide, Hernán Vanoli y Damián Huergo. Este es el texto que leyó Consiglio para la ocasión:
Por Jorge Consiglio
En Bailando con los osos, Fernando Krapp reúne doce cuentos breves. O para ser más preciso, algunos breves y otros no tanto. Los disfruté mucho a todos. Creo que por un motivo que comparten los doce textos y también por razones particulares de cada uno.
Empiezo por ese ingrediente común en el grupo, esa impronta que se reconoce como una huella única que cohesiona los relatos y hace que más allá de su independencia de sentido conformen un libro cerrado, una unidad compacta. Se trata del tono que usa Krapp. Hay algunos relatos narrados en tercera persona, pero la mayoría están en primera. No obstante, esas voces que enuncian tienen en común un fraseo, una dinámica interna, un zigzageo discursivo que se reconoce en una sintaxis particular, pero también en la lógica interna que enlaza una oración con la otra. Y en este factor, me parece, se funda la prosodia que a mí me encanta, que me convoca. La prosodia Krapp, podríamos llamarla. Un solo ejemplo. “Magda está en el arcada de la puerta y algo le sale de la cabeza: amanece”. Los relatos de Bailando con los osos están escritos con un discurso poroso y dinámico. Hay una agilidad que tiene que ver con lo coloquial pero también hay una fluidez de otra índole, una fluidez jazzera, un vértigo discursivo que tiene que ver con la libertad de enlaces, con la voluptuosidad –aunque no con la exageración− y con la síntesis. Es definitivamente un ritmo propio. Y la trama, mucha veces cruenta, se monta en ese ritmo y corre como si circulara por encima de un riel. Se dispara con toda naturalidad. Este ingrediente es lo primero que impresiona de estos cuentos. Lo que le da una temperatura común, un clima de familia que subyace a la individualidad de cada texto. Bajo este conjunto heterogéneo –y en muchos casos, contrastante– de voces existe un registro unificador que tiene que ver con la identidad, con lo que a mi juicio es lo más auténtico del relato y que, en este caso, además, resulta el engranaje adecuado para que el sistema funcione.
Ahora, también, como dije, hay otras razones menos generales que hacen que Bailando con los osos sea un libro bueno y disfrutable.
Una se relaciona con la destreza con la que Krapp administra la información en sus relatos. En “Pieles”, por ejemplo, el narrador cuenta un episodio de su adolescencia. Vive con su familia en una zona alejada a la que se mudaron en busca de una vida mejor, pero las cosas no van bien. Tienen problemas de dinero. El protagonista debe acompañar al padre que, desesperado, empieza a cazar unas criaturas rarísimas. El foco del relato se centra en la excursión. El lector acompaña al narrador que sabe tanto como él. No tiene la menor idea de adónde va ni a qué tipos de seres va a cazar. Pasa lo mismo en “Cámara de aire”. En este cuento, unos chicos bajan a una cámara de aire que está debajo del piso del aula en la que toman clase y se topan con una entidad fantasmal que ni el narrador ni los personajes terminan de definir. El suspenso es extremo. Y el lector paladea y se deleita con esa demora. Lo no dicho, lo silenciado es una de las claves para tensar al máximo la intriga del relato. Un recurso parecido se usa en el cuento “Fina”. En este caso se lo emplea para construir un personaje a partir del enigma y de la incertidumbre. “Nunca pudimos armar bien el derrotero que lo trajo hasta la casa de enfrente. Se llamaba Ernesto; el gordo Ernesto”, dice el narrador. Y cuenta la historia de un vecino que enloquece después de la muerte de su esposa. Aquí, al revés de lo que se podría pensar, los saberes que quedan por fuera del texto refuerzan el espesor del personaje, lo terminan de cerrar. Lo consolidan en el marco de un imaginario que se va extrañando a medida que progresa la acción.
Los imaginarios son otro aspecto disfrutable de este libro. En cada cuento son una novedad. Se renuevan jugando con elementos de distintos subgéneros. Hay relatos en los que se trabaja con el terror. Por ejemplo en el texto que abre el volumen. “En un principio” se llama. En este relato, Flora encuentra un huevo del que nace un chico con características muy particulares. O con los ingredientes del relato de fantasmas en “Cámara de aire”, por ejemplo. O del cuento extraño en “El mar de los chinos”, cuya trama se arma a partir de esa impronta secuencial de imágenes que supone la mirada infantil. La estructura de este cuento, el logro natural de esa circularidad capciosa, es impecable. Quizás eso lo convierta en el mejor del libro. En todo caso, seguro es uno de mis favoritos.
Otra de las cosas que consigue Krapp en sus ficciones es articular las tramas a partir de cierta lógica particular, una lógica de lo insólito. Los acontecimientos se van hilvanando como por casualidad, los lazos entre unos y otros son auténticos, fluyen, justamente porque están unidos por la sorpresa de la novedad. Estos encadenamientos se corren del orden clásico, del que impone la doxa. En “Hoy compré un arma”, por ejemplo, un cazador novato, un tipo que compra primero un 38 y después un rifle, siguiendo una voluntad que parece no ser la propia, termina extraviado en un bosque de Lobos, provincia de Buenos Aires. En este cuento, la deriva vertiginosa de ese improvisado cazador, que a primera vista parece que no llevar a ningún lugar o al lugar de su propia destrucción, conduce, sin embargo, fiel a una dialéctica oscura, caprichosa, elíptica, al nodo mismo de lo siniestro. Pero para conseguir este resultado, el punto de vista de estas ficciones debe ser necesariamente agudo. Hay un ejercicio de la mirada escrupulosa. El foco recae en los detalles, en la elocuencia de esos detalles. Sin embargo, no se trata de un muestreo de pequeñas cuestiones, de intrascendencias, sino de encontrar pormenores que condensen sentido y que contribuyan al clima del texto, detalles que abran la connotación. Para terminar y, de paso, darme el gusto de leer un fragmento del libro, recurro a un ejemplo que tengo seleccionado. Pertenece a este cuento que acabo de nombrar, al del cazador. El protagonista atropella a un perro con el auto y baja para ver la situación. Es el primer párrafo de la página 89: “Hay una bola de pelos sangrantes que se retuerce debajo del paragolpes, una bola ensangrentada como un bebé recién nacido: es un perro, un perro de la calle que no debe querer nadie. Muevo al perro con suavidad y parece mirarme detrás de sus ojos brillosos. Sufre, o soy yo, yo soy el que está sufriendo, creo. El perro, al ser movido, me muestra los dientes, tira a morderme y yo, por instinto, le pego con la mano derecha. Me sorprendo. Lo suelto, se retuerce de dolor. Auto, motor, casa, puerta, entro, subo, escalera. Magda sin salir de la cama. Los chicos están en casa de los amigos, dice, y vuelve a girar agarrada de la almohada. No quise verlo, pero tiene los ojos rojos”.